Soledad Serrano Fabre



La Sra. Benita y los americanos



       Vive en los pisos interiores, en uno de los bajos, sus ventanas dan a dos pequeños patios de luces. Son casas donde crece la humedad y el sol se despista y no aparece nunca. Anda siempre quejándose de que cuando tiende la ropa suele manchársele con lo que escurre de los pisos de arriba. Su marido, Restituto, al que todos llaman Resti, y ella, forman ese tipo de familia acogedora, lo que podríamos llamar “Familia de puchero” porque son los típicos a los que se les dice: “Señá Benita, que voy a un recado, écheme un ojo al puchero”. Y echaba un ojo al puchero, a los niños y a lo que hiciera falta. Siempre fueron socialistas, pero a escondidas, porque en los años 50 no se podía serlo de otra manera. Bastante mal lo habían pasado después de la guerra. Decían que a la Señá Benita la habían pelado al cero cuando llegaron los “nacionales”. Ella lo contaba en la intimidad aunque se guardaba muy mucho de andar contándolo donde pudiese resultar peligroso.
       Ella y un grupo más de vecinos eran de los que ponían las famosas trampas en los contadores de la luz. Una hábil maniobra con la que había que estar muy atento cuando llegaban los inspectores para su control. En ese momento corrían las voces por los patios dando “el queo” y la Señá Benita y el resto de la banda de tramposas necesitadas volaban a quitar los artilugios para evitar las temidas consecuencias.
       Su relación con los americanos no era muy buena, para ella, los americanos, eran el colmo de las maldades, sobre todo porque nunca le llegó, ella desconocía las causas, la leche en polvo y el queso amarillo de sabor dudoso que los demás recibían. Cuando se firmó el acuerdo para poner bases americanas en España por poco le da un colapso y eso que se enteró tarde y a medias, porque, como todos saben, la Señá Benita no sabía leer, igual que el Resti, pero la radio era de todos y sonaba en todas las casas. Como buenos socialistas en el exilio interior hablar mal de los imperialistas del otro lado del océano era lo esperado, aunque no supiesen muy bien qué océano era el que los separaba y si los EEUU estaban más allá de Albacete, ciudad que conocían, porque tenían allí un primo que se dedicaba a la compraventa de chatarra. 
       Pero llegó la fecha terrible, el 21 de julio de 1969, en que un tal Neil Armstrong (es imposible transcribir cómo lo pronunciaba el sr. Resti entre copa y copa de orujo) se dio el primer paseo por la superficie lunar. Aquella madrugada la pasaron muchos vecinos con las luces encendidas ante la radio o, los más afortunados, ante el televisor para ser testigo de semejante hazaña.
       Aunque de todos es conocido que los astronautas americanos se pasearon por la zona conocida como Sur del Mar de la Tranquilidad, la verdad es que en la casa de la Señá Benita no hubo tranquilidad ninguna. Sí, hubo varias voces de protesta y alguna que otra palmada de fastidio sobre la mesa. Al día siguiente, en medio de la escalera, junto con otras vecinas, con las manos mojadas y oliendo a lejía, la antigua socialista dio un mitin doméstico de altura.
       —  Porque ya me diréis vosotras, que tiene su cosa el asunto, llegan los americanos, hacen lo que les da la gana, nos quitan todo y encima se nos pasean por la luna. A ver, que digo yo, por qué no se quedan en su luna y no que tienen que venirse a la nuestra para joder la marrana.
Todo el mundo en el rellano guardó silencio. Cabe preguntarse si estaban de acuerdo o si era sencillamente estupor. La Señá Benita se secó las manos en el mandil y sentenció.
       — Al final, se quedarán con todo, ya lo veréis, porque me ha dicho gente que sabe de esto, que vienen dispuestos a quitarnos los equinocios, que aunque no sé lo que son, son nuestros y a ver para qué los quieren los americanos. 




Del libro:: El callejón



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Ceci el zapatero



       Ceci es fornido, parece sólido como un acantilado pero tiene una inteligencia clara y una sutil ironía. Se ha enamorado de la hija de una sombrerera y se le nota que tras el fondo de la mirada hay algo así como una alegría saltarina y, además, se le ve por todas partes silbando y haciendo regates con las piedrillas que encuentra por el callejón. Trabaja de zapatero en Atocha, en una zapatería importante, porque la cercanía a la estación hace que el negocio sea próspero ya que todo el que llega a Madrid, sale a la calle y, al cruzar, lo primero que encuentra es la dichosa zapatería y raro es el que no vuelve al pueblo con un par bajo el brazo. Cuando en las tardes de verano la gente saca las sillas y se reúne para charlar de cualquier cosa en el callejón, él, con los jóvenes comenta las cosas que le ocurren en su trabajo y provoca tales risas, que los mayores le piden una y otra vez que se las repita. Una de las inolvidables es la de aquel soldado que recién aterrizado en la capital entró en la tienda. Ceci se le acercó y le preguntó muy atento.
       — ¿Qué desea el señor?
       — Unos zapatos de señora
       — ¿Tiene alguna idea del estilo?
       — No, no exactamente. Verá, son para mi novia y quiero que sean unos zapatos muy bonitos, pero no muy caros.
       — Le puedo mostrar varios modelos que…
       — No, si creo que ya he visto los que quiero. Esos que están en el escaparate y que son blancos y que tienen un lazo así en la punta como grande.
       — Sí, ya sé a cuáles se refiere. Dígame que número calza su novia.
       El soldado se quedó quieto como ante un problema de táctica militar compleja. Se rascó el cuero cabelludo porque pelo, lo que se dice pelo, le habían dejado más bien poco y después de varios segundos de profunda reflexión se volvió hacia Ceci.
       — Espere que tengo la solución.
       Se metió la mano en la pechera y sacó una vieja cartera de piel de color indefinible y muy desgastada. La llevaba atada con un cordel. Desató con rapidez el nudo y se puso a buscar entre varios papeles. Con lentitud digna de un ejército de caracoles fue sacando una estampa de la virgen del Carmen y un escapulario del Sagrado Corazón tres calendarios con varios años de retraso, unos billetes gastados, una carta escrita con letra morada.. y, por fin, dio con lo que buscaba. Era una foto no muy grande con sus bordes picaditos y sin soltarla del todo se la mostró al Ceci.
       — Esta es ella.
       Ceci levantó la mirada hacia el rostro del soldado. La foto mostraba a una chica más bien gordita con la falda recogida hasta las rodillas y los pies metidos en el agua de un río.
       — Está hecha el verano pasado. Es el río de mi pueblo. ¿La ve bien?
       — Sí, verla, la veo bien.
       — Entonces no habrá problema.
       Y Ceci, que siempre fue un hombre de recursos, contestó sin vacilar ni por un segundo
       — No, señor, ningún problema, yo creo que es un 36. Los puede devolver si sólo se los prueba y no camina con ellos.
       — Yo creo que le estarán bien porque venir a la capital no sé si vendré pronto.
       — No importa, si están impecables, siempre los podrá cambiar.
       El soldado se llevó sus zapatos y nunca más se ha vuelto a saber de él. Ceci está convencido de que acertó con el número.
       Otra de sus muchas historias que hacían que las noches de verano fuesen una delicia, era la de aquel otro señor que entró en la zapatería, aunque ésta nos dejó una imagen agridulce.
       — Buenas, quiero unos zapatos para mí.
       — Dígame si los quiere negros o marrones para poder enseñarle algunos modelos —respondió Ceci, siempre muy amable.
       El señor se quedó como cortado, como si la pregunta fuera algo de difícil solución, como si la elección fuera tan fundamental que la reconstrucción del país dependiera de ello.
       — No sé, no sé…
       — Alguna idea tendrá — aventuró Ceci que nunca se daba por vencido dirigiendo la mirada hacia los que el hombre llevaba puestos y que estaban prácticamente destrozados.
       — Bueno, yo creo que los quiero marrones, porque verá usted, tengo en casa una caja de betún marrón y no la voy a tirar. Estos que llevo puestos los dejo para diario y los otros, para salir. No quisiera pasarme del presupuesto que tengo. El precio no debe superar esto. Y, sí, definitivamente han de ser marrones.
       Y comenzó a sacar del bolsillo monedas y monedas con algún que otro billete muy gastado. Ceci lo miró a los ojos totalmente impasible y se dispuso a contar con la rapidez que le era propia. Una vez obtenido el resultado, con una amplia sonrisa se volvió hacia el cliente.
       — Lo entiendo señor, al momento le muestro algunos que le van a encantar. No están los tiempos para tirar nada.
       Pero, Ceci, siempre será recordado por la anécdota de la pelea de unos vecinos de la calle de Atocha que nada tenían que ver con la zapatería en que trabajaba. La discusión fue tan descomunal que un montón de gente se paró a escuchar lo que aquella mujer descompuesta gritaba a quien quería oírla.
       — ¡No te digo la que ha armado este hombre! ¡Me quié matar, por favor vecinos, ayuda, ayuda para una mujer desvalida!
       Todo esto lo decía mientras tres de sus cinco hijos se prendían de sus faldas, otro caminaba torpemente de su mano y el quinto lo llevaba ella entre sus brazos porque era un bebé de pocos meses. Todos ellos estaban aterrorizados ante la imagen de aquel hombre que, según las trazas, era su padre con el puño levantado contra su madre.
       — Venga hombre, tranquilo, que no será para tanto —le gritaban los vecinos tratando de proteger a la desgraciada y a sus hijos.
       El hombre estaba rojo de ira y farfullaba palabras inconexas. Por fin, el del bar, trajo una silla algo de agua y después de beberla, muy despacio, pareció tranquilizarse aunque no dejaba de murmurar.
       — Si es que la mato, de verdad que la mato…
       — Que no, que no pué ser pa tanto. Tié usté que tener calma, hombre de Dios ¿no ve que le va a ocurrir una desgracia? Luego lo lamentará. Las peleas pasan y quedan las locuras que hemos hecho — Le aconsejaba la Manuela, la dueña de la pensión de la calle cercana, que siempre sabía cómo llegar al corazón y que había visto lo suficiente como para tener más sabiduría que la Biblioteca Nacional.
       — ¿Qué no pué ser pa tanto? Dejen que les cuente. Esa mala mujer, antes de irme yo a Alemania a trabajar como un tonto, era la madre de tres de mis hijos. Acabo de volver después de cuatro años y me encuentro que, por arte del Espíritu Santo, somos seis. ¡Que la mato, que la mato! —Y se levantó de la silla que le habían traído y ya se dirigía ciego hacia la aludida.
       — ¡Mal hombre, desgraciado, con lo que he tenido que trabajar para alimentar a la familia y ahora llegas tú y te pones como te pones! —gritaba ella sacando la cara de entre los cuerpos que la protegían haciendo barrera.
       La gente se fue apartando lentamente. Ceci contemplaba la escena sin saber qué hacer. Por fin, se dirigió al padre de familia y a unos cuantos conocidos del barrio.
       — Venga, que alguien se lo lleve a tomar una copa o varias, que las necesita y que nadie lo suelte hasta que no sepa qué es lo que ve. Y a ella, bueno, a ella, que alguien la acompañe a su casa, que ya volverá él para charlar del asunto con más tranquilidad.
       Los hombres se llevaron al energúmeno para atiborrarlo a orujo porque era lo único que se les ocurría para poder tragar semejante situación y Ceci regresó a la zapatería porque la clientela poco a poco entraba muy despacio y todos iban comentando en voz baja o se miraban con gestos de complicidad y risas contenidas.




Del libro:: El callejón