Mila Aumente













El cavernícola


A mi amiga Montserrat Cano, gran escritora.


       Aquella mañana de lunes regresé a casa convencida de haber tomado una de las mejores decisiones de mi vida. Casualmente la noche anterior me había bajado la regla, y aunque posiblemente en esos días del mes no se deben tomar decisiones importantes, por el estado anímico y emocional de cualquier mujer, jamás me he arrepentido de cortar definitivamente aquel domingo con Ernesto.
       Había pasado todo el día festivo con él. Hicimos el amor, o mejor dicho, follamos como siempre, con ternura alternativa entre pasión y pausas para recargar pilas y fumarnos algún que otro pitillo. Ernesto tenía la fea costumbre de poner la fotografía de sus tres hijos en la mesilla de noche de cualquier habitación del hotel donde con frecuencia nos veíamos clandestinamente. Él vivía en Almería y yo en Madrid. Él estaba casado y yo separada. No sé por qué, aquella noche, la carita angelical de aquellas criaturas me intimidaron especialmente. Me puse sensiblera mientras mi imaginación me transportaba hasta mis primeros años de juventud: mis primeras peripecias, mi primer beso de amor, mis primeras sensaciones al sentir el roce de un miembro viril… Todo aquel cúmulo de recuerdos contribuyó a mi decisión de dejar a Ernesto. No había vuelta atrás; estaba harta de su cinismo. Además, él no correspondía al prototipo de hombre que desde siempre me había gustado. ¡Todo lo contrario! Ernesto era engreído, torpe, materialista, seductor y un sinfín de adjetivos que calificarían a una persona de odiosa y que casualmente, para mi desgracia, me habían hecho enloquecer por él. Mi voluntad y mis principios se habían quedado en el olvido.
       Durante años, mi vida solo tuvo un sentido: vivir única y exclusivamente para Ernesto. El dominio que ejercía sobre mí, con sus continuos mensajes en el teléfono móvil, sus miradas seductoras y su comportamiento, a veces desconcertante, me produjo tal desequilibrio emocional que a punto estuvo de volverme loca. Ernesto no solo era infiel a su mujer conmigo. Durante un tiempo me dediqué a hacer una especie de periodismo de investigación privado. Sentía verdadera curiosidad por conocer la posible existencia de otras mujeres con las que simultaneara su cama. De pronto, descubrí que éramos cuatro féminas las victimas de aquel loco seductor, desconocedor del sentido del verbo amar. Me costó muchísimas lágrimas asumir mi enganche emocional y sexual a aquel monstruo que vivía únicamente para llevar a cabo su ambición profesional y para satisfacer sus fantasías sexuales.
       En aquel tiempo yo tenía treinta y cinco años y estaba a punto de publicar mi primera novela, titulada: Mi primer fracaso. Supongo que inconscientemente decidí ponerle ese título, basado en mi propio fracaso matrimonial, aunque en realidad, el argumento nada tenía que ver con mi vida. Y también supongo que fue la casualidad o tal vez el destino el que quiso que me encontrara con Modesto aquella mañana de febrero en la editorial. Nos presentó Baldomero, el director. Modesto tenía cinco años menos que yo y había publicado, con éxito, tres libros. Aquel dato me hizo sentir especial admiración por él, además de no pasarme desapercibido su atractivo físico. Nuestra común afición por la narrativa propició nuestra amistad, un sentimiento que poco a poco se fue trasformando hasta convertirse en amor... ¡Estoy loca por él! Modesto y yo compartimos aficiones, sentimientos, cama y proyectos de futuro. Nos hemos comprado una casa en Vera (Almería). Desde la azotea, cada noche, juntos, miramos un cielo raso, estrellado y silencioso. El ruido del mar nos invita a abrazarnos. A veces, ya de madrugada, el agradable sonido, casi musical, de un arroyo cercano y el croar de las ranas saltando en sus aguas, nos despierta a la vida mientras sentimos lo más parecido a la felicidad.
       Estoy muy contenta, mi novela es todo un éxito y ya he comenzado a escribir una nueva. Se titulará: El Cavernícola. No sé por qué he elegido este título... ¡Me gusta! Además he de reconocer que en mi equipaje llevo el recuerdo de un hombre moreno, con barba; algo parecido a esos personajes de cuentos que vivían en cavernas: primarios, rudos y a la vez sensuales... Sí, lo tengo decidido, ese es el título que pondré a mi próxima novela.
       Esta noche no subiré con él a la azotea. Está a punto de llover. El arroyo crecerá y las ranas saltarán contentas de alegría. Me voy a acostar. Algo me está pasando. En mi cabeza martillea una despedida. No es que quiera despedirme de nadie. Solo es el recuerdo de un adiós, el que le dije aquella mañana de lunes a Ernesto. Aquel monstruo que me hizo sufrir y gozar, al que no olvidaré nunca. Ese, cuyo recuerdo me estremece en noches como esta, en las que las inclemencias del tiempo me impiden subir con Modesto a la azotea. Estoy sola en mi habitación, desnuda, tendida sobre la cama. Cierro los ojos y noto que alguien con sus manos acaricia mi cuerpo. Amo a Modesto, pero no es la suavidad de sus dedos la que estoy sintiendo en los rincones más ocultos de mi piel... Tal vez mañana, al despertar, comprenda qué me está pasando.