José Luis Pacheco Díaz








Los poemas...


"Los poemas no nos pertenecen;
nosotros les pertenecemos a ellos..."



Son fértil lluvia y aire grácil
y fuego abrazador;
y dura tierra e inmenso mar;
y calor tibio y luz radiante
y rayo inspirador
que tal vez derraman los dioses
sobre algunas de sus criaturas.
Ese aliento que crece en nosotros
y se revuelve como inquieta marejada,
que explota al llegar el alba
o tiñe de rojo los suaves atardeceres


Los poemas son...
¿Qué son los poemas?
Carne de un sueño virginal
aún no nacido,
huella de dedos que se pierden
sobre las espaldas de todos los amantes.
¿La sonrisa inocente de un niño
o la mirada sin voz de ese animal
que deja su esfinge guardada en nosotros?


¿Qué son los poemas?
Un céfiro blando
que acaricia nuestro rostro;
la nube que navega incierta
sin destino fijo;
el río joven que nace fuerte
y se adormece en su cauce medio
hasta morir fundido con el ancho mar
¿En qué mar que ya no es río,
ni nube, ni sol que seca,
ni canto de extraña ave
o luciérnaga en la noche enamorada?


Qué son los poemas
que llegan y se van;
se van y llegan cuando quieren
dejándonos su fina espada clavada
en el fondo de nuestro corazón.
Los poemas...
pájaros silenciosos de la breve noche;
llantos de un millón de almas
que quizá no existan
pero claman para que las escuchemos.
¿Qué vamos a hacer sin ellos
cuando un día ya no nos visiten?
Náufragos de nuestras lágrimas,
de rostros con manos que no acarician,
de labios prietos que desoyen nuestros besos...
¡Qué vengan,
qué vengan los poemas a nosotros:
cuando quieran,
cuantos quieran,
como quieran a nosotros
qué vengan!


"Los poemas no nos pertenecen;
nosotros les pertenecemos a ellos"




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Ronda nocturna




       La ciudad aparece en penumbra bajo la inmensa cúpula estrellada del firmamento. Apenas unas débiles luces asoman a través de algunas de las ventanas de los altos edificios semi derruidos. Nadie transita a tan altas horas de la noche. Como siempre, día tras día, impera el toque de queda impuesto desde los violentos altercados y saqueos ocurridos en el pequeño perímetro habitado que aún queda en pie.
       Ningún ser humano a la vista, sólo el vibrante centelleo de los ojos de algún felino al acecho y al amparo de la oscuridad. Ni siquiera ladran los perros, a pesar de estar famélicos y deambular desorientados entre el montón de ruinas en que se ha convertido la gran urbe.
       Mientras tanto, podemos observar la marcha pesada y lenta de Ángelus y Byron rompiendo la atmósfera de cristal de la noche; el frío arrecia, pero los caminantes parecen insensibles al mismo. De pronto, sin que sepamos porqué, se comunican:
       — Byron, ¿no te gustaría ser relevado de estas patrullas nocturnas?
       — Por supuesto, Ángelus. Ya sabes que suelo ser paciente y apenas si me quejo de casi nada: pero es verdad que empiezo a aburrirme de este tipo de servicios.
       Continúan caminando lentamente y no vuelven a cruzar palabra alguna hasta pasada una hora, aunque sigan resonando sobre la calzada sus solitarios pasos. Llegan hasta un importante cruce de calles: una avenida principal atravesada por un conjunto de arterias menores que confluyen a lo largo y ancho de ésta; un gran dédalo de aspecto enigmático debido a la escasa iluminación que sólo algunas farolas proporcionan cada quinientos o mil metros. Desde hace casi cinco años este es el panorama al que deben enfrentarse cuando patrullan. Ahora es Byron quien interpela:
       — Ángelus, ¿lo presientes?
       — Claro que sí, Byron. Todas las noches lo mismo. ¡Por eso estoy tan harto!
       Se gira Byron porque ha advertido un insospechado movimiento en la oscuridad; enfoca con infrarrojos a través de su casco y detecta inmediatamente la actividad de un ser vivo que le sale al paso. Apenas unas décimas de segundo y es identificado con total especificación de su contorno: complexión, altura, peso y todas sus constantes vitales. Efectivamente se trata de un ser vivo, pero no es un animal, sino un hombre de unos cuarenta años provisto de un sofisticado fusil de asalto con el que apunta a los dos patrulleros y les increpa:
       — ¿Qué hacéis aquí? No os he dicho ya que este es mi territorio. Nadie amedranta a Harry Scorpion. Además tenéis la obligación de poneros a mis órdenes, pues soy un ser humano y me debéis ciega obediencia. Haréis lo que yo os diga y abandonaréis inmediatamente la ronda volviendo sin más a vuestra base. ¡Y si no lo hacéis, preparaos!
       — Ángelus, el más fuerte y alto, con más de dos metros de estatura, le contesta. Y podemos apreciar su clara y metálica voz sintetizada:
       — Usted parece que no conociera la tercera ley de la robótica, aunque ya en otras ocasiones se la hayamos tenido que recordar: "Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la 1ª y 2ª Ley". Y, además está la Ley Cero; pero ya sabemos que usted lo conoce todo, aunque no quiera entenderlo.
       — Sí, lo sé; menos cuento y dad media vuelta; o de lo contrario vuelo vuestras cabezas y os las quito del mapa.
        — Ya estamos otra vez — apostilla Byron.
       Pero Harry Scorpion, en modo alguno atiende a las observaciones. Encara su arma y se dispone con absoluta furia a disparar sobre los dos, aunque nada de eso pueda llevar a la práctica. Cuando comienza el movimiento es rápidamente paralizado por el fuerte brazo articulado de Ángelus, que una vez lo placa, imprime una flexibilidad tal que anonada la totalidad del cuerpo del humano. Luego, inmediatamente después de haberlo desarmado, lo deposita con suavidad sobre el borde del asfalto, a la espera de que pueda recuperar todas sus fuerzas. Cuando esto sucede, y antes de proseguir con la vigilancia programada, asevera:
       — Ves, Byron, por qué me gustan cada vez menos estas rondas nocturnas. No entiendo a los humanos, que en el fondo no saben comportarse como tales. Nosotros tenemos tres reglas éticas, si cabe cuatro, y fíjate que bien sabemos resolver las situaciones.
       — Cierto, Ángelus, los seres humanos programan a los robots y les enseñan a comportarse con relación a algo que luego ellos mismos no saben cumplir. En el fondo no son lógicos, aunque se jacten de proclamarlo constantemente. Su naturaleza es mucho más vulnerable de lo que creen. Tal vez algún día nosotros...
       Se miran instantáneamente a los ojos y sin mediar comunicación verbal alguna, se ponen en marcha para proseguir la ronda nocturna. El cielo se muestra ahora mucho más iluminado que nunca y reparte algo de su luz cenital sobre el tenebroso escenario de una ciudad fantasmal en la que ya sólo se atreven a deambular las máquinas.




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Parménides versus Heráclito



       Imaginemos una gran Matriz energética Única, Inmutable, Eterna, Ilimitada y Perfecta, soporte absoluto de todo lo que existe, conectada con el Universo imperfecto, plural y cambiante que percibimos con todos nuestros sentidos. E imaginemos igualmente que nosotros, en virtud de la particular naturaleza de nuestra consciencia, nos hallásemos a la vez interconectados con estas dos sustancias, estando capacitados para intuir lo que en principio pudiera ser invisible e imprevisible. ¿A qué nos estaríamos refiriendo? ¿Tal vez a dos principios incompatibles entre sí y a los que nuestra razón rechazaría al ser contradictorios por su ilogicidad?
       Parménides afirmaba que lo único que existe es el Ser y el Ser es inmutable, no está sujeto a ningún tipo de cambio o devenir, porque de lo contrario sería el no Ser y ello es una contradicción lógica en sí mismo. Para Heráclito, en cambio, el Ser es, pero también puede dejar de Ser; cambia continuamente; es un constante devenir: la famosa analogía de: "en el mismo río entramos y no entramos; pues somos y no somos los mismos". ¿Con cuál de dichos pensamientos hemos de quedarnos? Yo diría, que con los dos a la vez, y con ninguno por separado. Es una cuestión de estados de consciencias; pues nuestra mente es dicotómica e incapaz de integrar bien a los contrarios: somos parte de la Naturaleza y como tal estamos sujeto al cambio; pero sin embargo podemos imaginar, salvando con nuestra razón el juego de los sentidos, la posibilidad de un Mundo eterno e Inmutable donde únicamente existiría el Ser.
       Dicha relativismo del Mundo lo ha puesto de manifiesto la física cuántica que prueba que las leyes que rigen la materia a nivel macroscópico (Newton-Einstein) no son aplicables al mundo sub-atómico. Y parece ser, volviendo al presupuesto que abría esta pequeña reflexión, que nuestra consciencia está incluida dentro de la ecuación que explica tal fenomenología y tiene mucho que ver con ello. El Mundo macro, el de los sentidos, es cambiante (Heráclito), pero dentro de un orden aparente: las aguas del río que deviene, y el cauce que se mantiene prácticamente igual. Luego entonces... ¿cuál sería el universo parmenidiano del Ser? Desde luego, no se hallaría en este mundo cotidiano en el que nos desenvolvemos, en el que todo está en constante movimiento. Tendríamos que ubicarlo como soporte energético de todo lo que existe (por ejemplo en el ámbito sub-atómico, indeterminado, potencia probabilística de las múltiples posibilidades que existen en nuestro Universo material), que se generaría como colapso perceptivo de la consciencia, cambiante, pero sobre un fondo inmutable: la Matriz cuántica, el Ser inmodificable y eterno de lo que todo surge. En ese punto se solaparían el Ser de Parménides y el de Heráclito: energía y materia; onda-partícula en presencia del observador: la consciencia humana que percibe su realidad como flujo cambiante de existencia, aunque en el fondo todo sea inmutable.
       Al final tenemos que acudir al pozo de sabiduría oriental: hinduismo y budismo, contemporánea esta última filosofía en el tiempo en que vivieron Parménides y Heráclito. El fondo del Ser es eterno e inmutable y el Mundo que se despliega a partir de él, impermanente dentro de un proceso de devenir: Realidad profunda y aparente realidad (Maya): "Parménides versus Heráclito".