Rebeca Barrón










La cucharilla



       Sonó el timbre de la puerta.
       No era diferente a otra tarde de verano. El calor no más pegajoso, ni más aplastante que otras veces. Me estaba preparando un agua de cebada, me gusta recordar mi infancia y ese era un buen momento. Tocaron al timbre. Era él. No le esperaba. Pasaba por delante de mi puerta y decidió entrar a saludar. Nunca había sido una persona muy estable pero aquella tarde su mirada era diferente. Se sentó y bajó la cabeza como para coger fuerzas y poner sobre la mesa lo que venía a decirme. 
       — He pensado en nuestra relación y creo que tenemos un tema pendiente.
       Yo no sabía a qué se refería, pero esperé a que terminase de hablar.
       — Te decía que llevo tiempo pensando en aquella noche. Había más gente ¿te acuerdas? 
       — No.
       — ¿Cómo has podido olvidarte?
       — ¿De qué tarde me hablas?
       — No era por la tarde, te he dicho por la noche, no prestas atención.
       — Perdona no, no me acuerdo de ninguna noche.
       — Siempre crees tener razón.
       — ¿Yo?, no, qué va. Simplemente doy mi opinión.
       — Pero esa vez te confundiste.
       — Te repito que no sé de qué me hablas.
       — De poder, estamos hablando de poder, de tener poder sobre los demás.
       — Pues ni idea.
       — Tú siempre recuerdas todo, no me creo que no te acuerdes.
       — Vale, lo que tú digas.
       — Yo tenía razón.
       — Me alegro.
       — No lo creo, no creo que te alegre mi poder sobre ti.
       — ¿Tienes poder sobre mí?
       — Sí, ¿no lo compartes?
       — Por Dios no, ¡rotundamente no!
       — ¿Te acuerdas qué estábamos tomando?
       — Ni idea.
       — Helado.
       — ¿Y?
       — No tenías cucharilla y me pediste una.
       — Mira de verdad, me aburres.
       — Te dejé una cucharilla.
       —Muy bien, eres educado, te pedí una cucharilla y me la dejaste, gracias.
       — Lo que ocurre es que no me la devolviste.
       — ¿La cucharilla?
       — Exacto ¡te la llevaste! Ves, ya estas recordando.
       — No qué va, tú me lo has dicho.
       — Sigues sin prestar atención.
       — Oye me estas volviendo loco, ¿qué quieres, la cucharilla? Te doy una.
       — No, quiero la mía.
       — ¡Válgame el cielo! ¿qué te ocurre?
       — Que tú tienes mi cucharilla y yo tengo a tu mujer.
       — ¿Bromeas?
       — No. Te quedaste con mi cucharilla y no te inmutaste.
       — No me lo puedo creer ¡estás loco!
       Me lancé sobre el móvil para llamarla, estaba confundido, no daba crédito pero… 
       — No la llames, ya te lo he dicho, la tengo yo.
       — ¿Qué quieres?
       — Mi cucharilla.
       — ¡No la tengo!
       Me miró fijamente y se dirigió a la puerta. Yo le zarandeé pero me retiró con un golpe seco.
       —  Hoy has tenido un mal día.
       —  ¡Estás loco! ¿dónde está mi mujer?
       —  ¿Dónde está mi cucharilla?
       —  Llamaré a la policía.
       —  Hazlo… y busca mi cucharilla, te quedaste con ella.