Lydia Cotallo




Marina

       Hoy he vuelto a doblar aquella esquina por recomendación de mi psicóloga. «Han pasado casi dos años, será un gran avance hacia tu total restablecimiento», me dijo al finalizar la sesión. Al volver a casa se lo cuento a Marina y ella me mira durante un segundo. A continuación se desplaza al lugar de su propia tragedia, inconsciente, como si fuera la primera vez. Se mueve con soltura a pesar de la mutilación y me asombra que incluso se permita coquetear con su antiguo agresor. Acude de nuevo a mí y pega sus labios al cristal. Por un momento pienso que es un acto de empatía, pero será cuestión de un microinstante que olvide mi cara, mis manos, las partículas de colorines en suspensión.
       Hoy, como Marina, quisiera ser un pez.




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Lo confieso


       Hundí los dedos en la masa amorfa, la despedacé, la volví a unir con rabia, en movimientos desordenados. Le di forma una y otra vez al tiempo que gritaba: «¡Vive! ¡Vive, maldito!».
       Exhausto, tendí el cuerpo inerte sobre mi pecho. De pronto el nuevo ser latió y me dedicó una tierna mirada. No me dejé engañar, sabía lo que había creado y, lleno de júbilo, lo lancé en dirección a la Tierra. A unos cientos de kilómetros la tierna mirada ya no lo era y el Mal recorría el firmamento con los ojos inyectados en sangre.
       Así debía ser, si no, ¿para qué querríais un dios?