José Gerardo Vargas Vega









El beso de la muerte


       De repente, todo cambió. Hasta entonces su relación parecía perfecta, inmensamente dichosa. Era una historia de amor sincera, eterna, en la que sobraban las palabras, eran completamente innecesarias, los argumentos no tenían nada que decir, una mirada bastaba para expresar el inmenso cariño que unía aquellos dos corazones rebosantes de ternura. Se sentían afortunados por vagar por las sendas mágicas del amor, eran los dueños de su destino, el horizonte les aguardaba dibujándose, cada vez, con gran nitidez, las ventanas estaban abiertas, de par en par, y divisaban imágenes compartidas en las que disfrutaban de las pequeñas cosas de la vida.
       En los atardeceres se les podía ver paseando, lentamente, por el parque dormido, su querido paraíso en el que se perdían en cada recoveco y se miraban con pasión. Las caricias recorrían, con frenesí, sus rostros ardientemente enamorados al contemplar tanta dulzura. Sus miradas penetraban en sus almas encontrando los motivos imprescindibles para volverse a encontrar cada tarde. Siempre finalizaban su recorrido en su banco apartado del mundo, lejos de los ruidos y las palabras soeces que vagaban por las calles. No dejaban de mirarse apasionadamente, sus manos se entrelazaban con dulzura. Ese era su mundo, no necesitaban más.
       Una tarde, como todas las tardes de su vida, todo cambió. Él, traspasó la línea de la inocencia, se arrojó al abismo de la locura. La besó apasionadamente. Ella, sorprendida y feliz, murió entre sus brazos.
       Desde entonces, alrededor de aquel banco fueron naciendo miles de poemas de un amor eterno que, cada atardecer, vagaban por aquel paraíso olvidado.




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Cada madrugada


       Todas las madrugadas la misma historia, repaso las horas vividas, las emociones de la jornada, los errores cometidos y trato de encontrar las verdaderas causas que justifique mi actuación. No llego a comprender ciertas cosas. El silencio de la noche y la dulzura de las tranquilas horas me ayudan a reflexionar.
       Necesito expresar mis sentimientos y me lanzo a la caza de las palabras que, al descubrir mi intención, huyen, se esconden en las esquinas de un tiempo extraño, mezquino. Las sigo, es preciso atrapar su luz para poder contemplar el horizonte y seguir viviendo, hay que hacer muchas cosas, quizás demasiadas, antes de partir hacia lo desconocido.
       Juegan conmigo, me hacen rabiar, pretenden humillarme y mis versos, avergonzados por tal ofensa, se niegan a lanzarse al abismo, temen ser devorados por la dolorosa blancura de la impotencia y agonizan entre gritos enloquecedores que, lentamente, ahogan sus miserias en el olvido.
       Sí, todas las noches lo mismo, pero las palabras siempre regresan, en su frenética huída reconocen su torpeza y recuperan las huellas de tantas tardes en las que fueron felices, recuerdan la emoción que sentían al ver reflejados, en los espejos mágicos de la madrugadas, los últimos poemas de amor. Entonces nos llevábamos bien, ellas eran mis compañeras, las amantes que me ayudaban a superar las adversidades, me entregaban su luz y, con sus caricias, podía continuar la senda, tenía muchos poemas que luchaban contra la indiferencia.
       Sin embargo, en muchas ocasiones, esas compañeras de tantas madrugadas parecen mofarse y sólo consigo dibujar algunos versos estúpidos que, apenas, conocen los rincones de mi alma.




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¿Qué pretende el hombre?


Cuándo va a dejar
de matar su prójimo?


El hombre está enfermo,
ha perdido el rumbo
en la noche difusa
de los tiempos.


Se inmola perdiéndose
en un olvido caótico 
que nadie puede entender.


Su muerte es un gesto inútil
que llena de sangre los caminos
llenos de ilusiones 
y esperanza.


Los llantos de los niños
inundan el atardecer
de lágrimas eternas.




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El mundo está desquiciado


Los versos huyen,
las palabras rencorosas
escupen todo su odio
en el atardecer sombrío.


A lo lejos, los bellos poemas
acosan, sin piedad,
al hombre arrepentido
de tantos errores.


Llora desconsoladamente!


Sin embargo, sus lágrimas
falsas esconden rencores 
antiguos que volverán a sembrar
la discordia en los corazones ingenuos.




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Huyen de sus países


Dejan todo su pasado
y se dirigen hacia la incertidumbre,
tal vez, hacia la muerte.


Con toda seguridad
no soporten los rigores
del tiempo
y las ansias, por escapar
del horror,
se van perdiendo en la arena
de playas salvajes.


Las olas furiosas arrojan
cadáveres de niños
al silencio ingrato,
las gaviotas hambrientas esperan 
saborear los últimos despojos.


Mientras las grandes potencias
miran hacia otro lado.


No les interesa los sufrimientos
de aquellos pobres seres 
que huyen de la muerte
para morir en la indiferencia
de sus propios hermanos.


Los niños siguen llegando,
las olas les arroja
con sus juguetes rotos.


Las sonrisas que brotaban 
de su inocencia
se desdibujan de repente,
no soportan el hedor pestilente
de tanta sangre corrompida 
de miles de almas inocente.