Santiago Solano Grande



Los fantasmas de mi casa



Tras muchas noches sin frontera,
mi abuelo materno compró la cuadra.
Era cuando los niños extremeños iban
descalzos y los veintisiete augurios
del milenio clareaban un trayecto
todavía sin nombre.


Mi abuela pintó en su sonrisa
la cadencia del paso de las yeguas,
y junto al lecho de la embarazada
sonrió. Murió en aquel instante
la holgura del hambre… Y el sueño
de la vida aireó la eternidad.


Entonces los arcos se levantaron
hasta más allá de la linde de una niña.
Y esa carne, bajo la bóveda
de la casa, se abrió: y eché a llorar.
Había en la confluencia de febrero
la luz de una docena de lámparas.


Yo podría dilatar esta historia,
pero mi fantasma no tiene
            aún
                 los ojos
                             abiertos.




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Silencio global




En el autobús la gente más joven
me cede el asiento, cual si
fuera un anciano.
                            Es verdad
que cuando llueve el agua entra
por las pequeñas
goteras de mi cuerpo;
pero eso es sólo el leve
incordio de los primeros achaques.


Por eso siempre
que puedo viajo por mi cuenta.
Tengo conectado mi iPhone
y mi watch, vía bluetooth, con mi coche
último modelo.
                            Así
que cuando alguien me llama no tengo
ni que parar.
Simplemente toco la esfera
del reloj y hablo, a lo James Boom.


El problema es que ya
nadie marca mi número,
no sé por qué.