Pedro de Andrés






La furia de Alarico



       A Teo le gustaba el colegio a pesar de los deberes, del rechinar de tiza contra el encerado, del olor a humanidad de los pupitres y, sobre todo, de los recurrentes castigos corporales con los que Don Santiago se empeñaba a diario en corregir hasta lo incorregible.
       — La lista de los reyes godos —preguntó el maestro alzando sus espesas cejas por encima de las gafas.
       Se levantó del pupitre con los pies pesados. Si fallaba la respuesta, Don Santiago tiraría de una de sus patillas hasta ponerlo de puntillas y, tras unos segundos de intenso dolor, dejarlo caer interrumpiendo el vuelo con un bofetón atroz sobre la marcha. Antaño, la posibilidad de salir a la pizarra tan cerca del recreo no hubiera preocupado demasiado a Teo. Sin embargo, hacía ya unos días que la mirada de Rosita le hacía cosquillas en el cogote. Tal vez su padre tenía razón con todo eso de que los colegios mixtos no iban a servir más que para alterar a los chavales; que si transición, que si libertinaje y otras palabras que a Teo le resultaban incomprensibles, como tampoco entendía cómo aquellos ojos verdes podían aflojarle las rodillas de esa manera.
       Comenzó a escribir en la pizarra con pulso firme: Ataúlfo, Sigérico, Walia… Empezaron las dudas: ¿Teodorico o Alarico? Demontres, aquellos reyes eran todos iguales. El cachete le llegó desde la izquierda y le volteó la cara más por la sorpresa que por la violencia del golpe. Pero en el giro sus ojos volátiles se toparon con los de Rosita. El rubor puso fuego en ambas mejillas.
       — ¡Le odio, Don Santiago, le odio! — chilló con su voz aflautada, fuera de sí.
       El maestro se lo tomó con calma. En lugar de asestarle el segundo guantazo, se limitó a bajar los anteojos sobre el puente de su nariz y contemplarlo desde arriba como si fuera un felino con un ratoncito de campo. A Teo ya no le importaba cuántos papirotazos pudiera propinarle, era la presencia de Rosita a su espalda lo que le inflamaba. Las palabras brotaron sin control desde ese volcán interior que amenazaba con reventarlo por dentro.
       — Se te va a caer el pelo, jovencito — murmuró Don Santiago con los ojillos entrecerrados.
       A Teo le salió la rabia por los ollares:
       — ¡Ojalá se muera! — gritó y en ese preciso instante, como si el chorro de su voz pudiera convulsionar la materia, se escuchó un retumbo lejano que hizo temblar las paredes. El crucifijo que coronaba el encerado se agitó con la sacudida y terminó por caer sobre la testa indefensa de Don Santiago en lo que a Teo le pareció justicia divina en estado puro. Los alumnos, a pesar de que el movimiento continuaba, se quedaron congelados en el instante de fascinación de contemplar su primera muerte en directo. Aún más pavoroso resultaba el semblante de su compañero en la pizarra, que respiraba sin rastro de perturbación y sonreía a Rosita, cuyas pupilas lucían desencajadas por el terror.
       La chiquilla perdió el habla y sus padres pusieron tierra de por medio. No volvió ni al colegio ni a Ciluengos; se la llevaron a Madrid, donde la vida recobró su pulso de normalidad. Rosa terminó Psicología y dio comienzo a su tesis doctoral sobre el poder de la mente subconsciente. Se sentía atraída por aquel suceso sin resolver de su infancia. Como transportada en las alas de una serendipia, la investigación la llevó de vuelta a Teo, ingresado en un centro psiquiátrico de la capital desde hacía más de una década.
       En el interior de una habitación acolchada, el enfermo gritaba de igual forma que en la lejana mañana de octubre, como si aún tuviera a sus pies a Don Santiago, ya cadáver, sobre un charco de su propia sangre. Desde el ventanuco, Rosa escuchaba, con lágrimas en sus ojos verdes, la salmodia del que fuera su primer amor:
       — Baja de la cruz y dime a la cara que no tengo poder. ¡Que el diablo te lleve, maldito rey godo!



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Siguiente, por favor



       En la pista central del circo, Augusto y Tontaina llevaban diez minutos de bofetadas para regocijo del público. Mayores y niños se palmeaban los muslos y dejaban caer ríos de palomitas. El maquillaje de Tontaina era un borrón de blancos y rojos, con churretes de rímel de puta barata. Fuera de sí, lanzó un gancho de izquierda que derribó a su compañero. No hubo tiempo para más, Augusto extrajo de su chaqueta de lentejuelas una pistola de esas de un solo tiro y desparramó los sesos de Tontaina por la lona.
       Sin demora, por encima del estruendo de la ovación, el director sacó el móvil para pedir una pareja nueva de payasos a la empresa de trabajo temporal.